lunes, 14 de febrero de 2011

Amor de laberinto

Estas ahí sentando, es el mismo lugar donde por primera vez viste a aquella mujer que te hizo creer que la felicidad puede ser posible con una sencilla mirada, con un ligero roce de manos, con un susurro al oído, con una frase más que poderosa…
            
Pasan los segundos. Los minutos continúan su andar. El ocaso anuncia la llegada de un frío y tradicional crepúsculo. Piensas… Recuerdas… Reflexionas… Miras a tú alrededor y las bancas, que alguna vez fueron testigos mudos de las pláticas, discusiones, reconciliaciones, risas y llantos; comienzan a asomar los paisajes coloniales en los azulejos que la decoran. Las luces poco a poco tornan tu entorno lúgubre y nostálgico.
            
Abres el sobre que tienes en las manos, de él surge una fragancia que alguna vez perfumó tu hábitat. Desdoblas con sumo cuidado el trozo de papel que en esos momentos tiene una valía superior a la de cualquier diamante, cada doblez que deshaces te muestra la simpleza de tu sentimiento. Por fin tienes la hoja extendida frente a ti, no tienes idea de cómo leerla porque sabes de qué se trata. Balbuceas.
            
Terminas la lectura. Los ojos vidriosos en tu mirada reflejan aun más la pesadumbre del momento. Tu corazón late con dificultad. Tu cabeza comienza a desvanecerse. Los recuerdos salen, vuelan, dan de vueltas, regresan, retumban al compás de tus palpitaciones. Suena el reloj de la catedral. Las nueve campanadas tocan la melodía de cada letra del alfabeto que forma tu tristeza. Te pones de pie y caminas al sur por cinco calles. Te detienes en el café. Levantas la mirada y lees las pocas letras que aún quedan de otro testigo fiel de tu pasado.
            
Vuelves a leer la hoja; tu lectura es ahora lenta. En cada oración te detienes y gritas. Cada grito es más fuerte que el anterior. Te acercas al final de la carta. Tu garganta esta rasgada y sangra por dentro, haciendo juego con la herida mortal en tu corazón. Vuelves a terminar de leer, y guardas la hoja una vez más en el sobre. Continúas tu caminar. A tan sólo nueve pasos delante levantas la mirada. La ves. Tomas el sobre. Te acercas. La distancia es cada vez menor. Ella sigue ahí. Quieta. Inmóvil. La ves a los ojos; vuelves a sentir su piel, a oler su perfume, a oír su voz. Vuelves a ser feliz.

Y le pedimos al amor […] que nos dé un pedazo de vida verdadera, de muerte verdadera. No le pedimos felicidad, ni el reposo, sino un instante, sólo un instante, de vida plena…
Octavio Paz, El laberinto de la soledad.

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